¿Para cuando la libertad de testar?

Por Juan Francisco García Sánchez.- Magistrado del Tribunal Supremo, jubilado.-

En el BOE de fecha 29 de diciembre de 1978 se publicó la vigente Constitución Española que –tras la aprobación por ambas Cámaras legislativas- el pueblo español había ratificado por abrumadora mayoría en referéndum celebrado el día 6 del propio mes. El artículo 33 de dicha Carta Magna dispone que “se reconoce el derecho a la propiedad privada y a la herencia”, quedando tácitamente encomendada a las leyes ordinarias la delimitación social y el desarrollo jurídico de ambos derechos. Este rotundo e incondicionado reconocimiento supone, en cuanto al derecho de propiedad en sí mismo, que el propietario puede disponer libremente de sus bienes y derechos, pudiendo ser privado de ellos únicamente mediante expropiación forzosa cuando exista una causa justificada de utilidad pública o interés social, y siempre a través de un procedimiento legalmente establecido; y por lo que respecta al derecho a la herencia, su reconocimiento constitucional es más incondicionado aún, implicando, por un lado, el derecho de las personas designadas como herederos a recibir esos bienes y derechos, y por otra parte, la potestad incondicionada del propietario de disponer libremente, para después de su muerte, de aquéllos bienes y derechos que le quedaren al tiempo de fallecer.

A pesar de ello, la legislación civil española en materia hereditaria sigue estableciendo un sistema rígido de sucesión llamada “forzosa” en los supuestos en que a la muerte del propietario tuviere éste determinados familiares (hijos o descendientes, padres o ascendientes y/o cónyuge), estableciendo para cada uno de estos grupos de parientes el derecho a lo que la ley llama “legítima”, que supone la atribución a estos familiares de un porcentaje fijo de los bienes hereditarios, que aquéllos adquieren por ministerio de la ley, quedando muy mermada la voluntad del testador, quien únicamente puede disponer válidamente, en el caso más frecuente de que a su muerte queden hijos o nietos, de una tercera parte de sus bienes, pues los otros dos tercios los atribuye la ley de manera forzosa al conjunto de estos descendientes. Aunque cueste creerlo, este arcaico sistema de “legítimas” o sucesión forzosa en favor de determinados parientes de la persona fallecida, arranca nada menos que del Derecho Romano, habiendo permanecido durante todo el medievo en la mayoría de los países latinos hasta llegar a la época moderna, incluso tras la Revolución Francesa. Así lo recogió el Código Civil francés del año 1804 bajo el mandato de Napoleón Bonaparte, en cuya normativa se inspiró nuestro Código Civil, que viene rigiendo en esta materia desde 1889. Y es curioso contemplar que alguna legislación foral española (en concreto la del País Vasco) –pese a ostentar mayor antigüedad cronológica que aquél- haya regulado la cuestión con menor rigidez que el aludido Código Civil, permitiendo al testador una casi total libertad a la hora de fijar la cuantía de la herencia que atribuye a sus hijos o descendientes (“….en cuanto a las herencias e subcesiones de los bienes de cualesquier vecino de la dicha Tierra –dice el Fuero de Ayala- puedan testar e mandar por testamento o manda o donación de todos sus bienes o parte de ellos a quien quisieren, apartando sus hijos o parientes con poco o mucho, como quisieren o por bien tuvieren”).

Así pues, al existir tan flagrante contradicción entre el precepto constitucional  y la ley civil ordinaria, está claro que se ha producido el fenómeno jurídico que en  Derecho Constitucional se conoce como “anticonstitucionalidad sobrevenida” de la ley civil desde el mismo momento en que comenzó a regir la vigente Constitución española, y sin duda lo habría declarado así el Tribunal Constitucional en el caso de haber tenido posibilidad de examinar la cuestión. Pero sucede que dicho órgano no tiene la facultad de resolver “motu proprio” ó “de oficio” este tipo de controversias, sino que resulta preciso que ello se le suscite, bien a través de un “recurso de inconstitucionalidad” por las únicas personas o entidades a las que la ley faculta para ello, siendo éstas el presidente del gobierno, el defensor del pueblo, cincuenta diputados o cincuenta senadores, o bien mediante una “cuestión de inconstitucionalidad” por un juez o tribunal ordinario que estuviera conociendo de un pleito sobre esta materia (cfr. 32.1 y 35.1 LOTC); y hasta el momento presente no se ha planteado al Tribunal Constitucional ninguna de estas situaciones, por lo que no ha tenido ocasión de examinarlas, y no parece vislumbrarse por ahora que tal ocasión se le presente.

En cambio, lo más lógico y sencillo habría sido que el legislador hubiera modificado el Código Civil a la vista del precepto constitucional, y lo hubiera hecho con prontitud y diligencia, para lo cual habría resultado preciso que alguna de las entidades a las que corresponde la iniciativa legislativa –los más señalados son el Gobierno y ambas Cámaras legislativas (art. 87.1 CE)- hubiera propuesto al Parlamento la aludida modificación. A pesar de ello y de la urgencia en acabar cuanto antes con una legislación arcaica y obsoleta en esta materia, teniendo presente que las leyes deben tratar de adaptarse a las necesidades de la sociedad en cada momento histórico y a lo que esta sociedad reclama, ninguno de los gobiernos que se han sucedido en España desde el año 1978 –y ya ha llovido- ha tenido a bien ocuparse de esta  trascendente cuestión y no parece percibirse indicios acerca de que lo vayan a hacer, por más que cada día resulta el cambio más acuciante y reclamado por la sociedad española, que ha pasado de contemplar como modélica la familia patriarcal decimonónica a percibir la realidad de la familia moderna del Siglo XXI, que tiene en cuenta las libertades y responsabilidades de cada uno de sus miembros y las respectivas consecuencias que debe llevar aparejado cada comportamiento familiar.

En el momento actual es aún más necesaria y urgente esta reforma del Código Civil. Durante dos largos años llevamos padeciendo una pandemia que afecta a todo el planeta, y viene siendo de dominio público una noticia consistente en que gran número de personas de edad avanzada se están sintiendo frustradas cuando a la hora de testar les informa el notario que para privar de la herencia a alguno de sus hijos o nietos solo puede acudirse a la figura de la desheredación; pero que existen importantes inconvenientes para ello, pues aparte de que la conducta del hijo o nieto en la que el progenitor apoya su decisión no encaja específicamente en ninguna de las causas legalmente previstas para desheredarlo (arts. 852, 853 y concordantes CC), resulta en la práctica muy difícil, por no decir imposible, que los demás herederos puedan en su día acreditar la certeza de esta causa en el caso de que fuera negada por el desheredado. Se quejan muchas personas mayores, no solo de la falta de ayuda material de alguno de sus hijos, sino la mayor parte de las veces también de una clara y prolongada desafección, llegando incluso a ignorar totalmente a sus progenitores: “jamás me ha visitado en la residencia y ni siquiera llama preguntando por mí”; “sabe que vivo solo/a desde hace varios años y en ningún momento ha venido a verme, ni siquiera me ha llamado por teléfono en los diez últimos años”; “no se preocupa por mi estado de salud, pese a saber que tengo varios padecimientos; “ha tenido que ser el/la estudiante que vive en el tercero la que me ha hecho la compra, hasta de las mascarillas”; “¿por qué tengo que dejar mis bienes a mis hijos/as y no a quien me ha atendido y cuidado durante tantos años?….Lo cierto es que se quejan de grandes desatenciones en todos los sentidos, y también es verdad que les duele en mayor medida –si cabe- la desatención  afectiva que la meramente material, por más que tampoco ésta sea despreciable.

He tenido ocasión de dialogar coloquialmente sobre estos temas con personas legas en Derecho, y muchas de ellas opinaban que la desaparición de las legítimas implicaría la privación a aquellos progenitores que están plenamente satisfechos de la conducta de sus deudos y que se sienten perfectamente atendidos material y anímicamente por sus descendientes, de la privación –repito- hacia tales descendientes de suceder “post mortem” a sus ascendientes. Pero estas personas bienintencionadas quedan tranquilas cuando se les informa de que ello no supone nunca privar de la herencia a los deudos de la persona difunta, porque siempre ésta tiene dos opciones: A) hacer testamento instituyendo herederos a aquel o aquellos descendientes que crean oportuno, así como ordenar en la forma y cuantía que prefieran el reparto y distribución de los bienes relictos, ó B) simplemente morir abintestato, en cuyo caso el propio legislador se ha encargado ya (Capítulo III del Título III del Libro también III del Código Civil) de establecer unas detalladas reglas acerca de la sucesión que el propio Código llama impropiamente “legítima” en su artículo 912, por no repetir la denominación más correcta de “intestada” que inmediatamente antes había empleado.

En definitiva, el todavía actual e injustificadamente vigente sistema de sucesión forzosa (“legítimas”) en nuestro Derecho Civil hace que el derecho constitucional a la propiedad esté quedando “cojo” y mermado, ya que al propietario solo le está permitido disponer de sus bienes y derechos “inter vivos”, pero tiene en cambio vedada en una gran medida la posibilidad de transmitirlos “mortis causa”, porque así lo impone una legalidad ordinaria que hoy día resulta anacrónica, obsoleta y sobre todo inconstitucional, que se ha alejado, ya hace demasiado tiempo, de la realidad social española. Por ello, cabe preguntarse: ¿Hasta cuándo seguirán falleciendo en nuestro país tantas personas sin haber visto legalmente consagrado su derecho constitucional a atribuir su herencia a quienes estas personas crean que son merecedoras de recibirla por esta vía? Los poderes públicos tienen la solución, pero ya están demorando demasiado su obligada respuesta.